ANÁLISIS Y CRÍTICA DEL «EUROSISTEMA» DESDE LA PERSPECTIVA DEL TRATADO DE LISBOA
Giuseppe Guarino
Profesor emérito del Departamento de Derecho administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad “La Sapienza” de Roma.
Traducido por Francisco Javier Durán Ruiz
La edad me ha dado el privilegio de seguir el desarrollo de las instituciones comunitarias desde que se celebró en Estrasburgo la primera Asamblea. Recuerdo los debates y los estimulantes ideales que acompañaron el comienzo del proceso de integración europea.
Como ha dicho muy acertadamente el profesor Tesauro el principal objetivo era la paz. Añado, no sólo la paz. Las premisas que orientan el texto de los Tratados comunitarios no deben ser descuidadas. Son importantes. A la paz le acompañó desde el principio el objetivo de una unión más estrecha entre los pueblos europeos. En el trasfondo estaba la unificación de Europa.
Secontraponían dos grandes orientaciones, una más política, la otra idealista. La segunda fue defendida por los federalistas, de los cuales Altiero Spinelli fue el primer espada. El otro enfoque es práctico y pragmático. Su principal exponente fue Jean Monnet. Monnet compartía los objetivos de Spinelli. Pero opinaba que sería imposible llegar al federalismo a corto plazo. Se conseguiría con el paso de los años. En lugar de luchar por una solución imposible en aquel momento, se debía adoptar una técnica diferente: la de crear de inmediato instituciones soberanas de carácter sectorial. Una vez iniciado el proceso, se le irían añadiendo otros sectores contiguos. Con el paso del tiempo se cubriría todo el elenco de ámbitos con intereses comunes. Las distintas instituciones se fusionarían y se habría logrado el objetivo federalista, evitando retrocesos y sustrayéndose al peligro de la controversia sobre los principios.
Nació así la CECA, se unieron después la CEE y la EURATOM. El Tratado de Roma (1957) es recordado por haber iniciado la comunidad económica, poniendo en marcha un mercado común para las mercancías. Se olvidaba que la innovación más inmediata, efectiva y concreta del Tratado era la organización administrativa común del mercado agrícola. No existe ninguna organización administrativa sectorial a nivel nacional más estrecha, compleja y de mayor duración que aquella común introducida por el Tratado de Roma. Más de cincuenta años dura ya. Y está destinada a perdurar, no querría equivocarme, hasta el 2012, salvo prórroga.
Quería mencionar estos recuerdos porque hoy estamos en un punto de inflexión. Los juristas, tanto civilistas como penalistas, nos han enseñado que incluso la omisión es un comportamiento. De la omisión pueden derivarse responsabilidades. Creo que actualmente nos encontramos en un punto de inflexión. Si esta percepción es correcta, sea cual sea la actitud que adoptemos, no hacer nada, hacer poco, hacer mucho, generaría responsabilidades por igual; condicionarían el futuro de la Comunidad Europea, pero ¿en qué dirección?
Tesauro ha señalado que el proceso de integración se ha caracterizado no sólo por los pasos adelante, sino también por los retrocesos. La observación conduce a plantearnos una primera pregunta: sí, respecto de las innovaciones que se introdujeron en 1992, prevalecen hoy los elementos de avance o por el contrario los de retroceso. A partir de 1955 (CECA) se pueden concretar un gran número de hitos importantes: el Tratado de Roma (1957), el Acta Única (1986), que señaló un periodo fundamental, el Tratado de la Unión Europea hecho en Maastricht (1992). ¿Lo que se haga o no se haga hoy será más importante que Maastricht? ¿Marcará el destino de nuestro continente, al menos durante dos o tres décadas o tal vez más? Estas son las preguntas que debemos plantearnos.
Para responder, los enfoques posibles son dos. El primero es fundamentalmente teórico. En nuestros debates parece haber dominado. Se han expresado opiniones, ya sea sobre aspectos sectoriales como estructurales, de carácter preferentemente técnico, reconducibles a teorías generalmente aceptadas, de derecho y de economía. Las teorías son muy fáciles de controvertir, y finalmente no se llega casi nunca a establecer quien tiene más o menos razón. También los hechos son debatibles, pero menos. De aquí deriva un segundo enfoque, partir de los hechos.
En el debate europeo se ha puesto de relieve como el sistema de mercado abierto, aplicado de forma absoluta por el Tratado de la UE, contrasta con el concepto de mercado común. El Tratado ha regulado el mercado de una forma que no coincide con la realidad existente, por ejemplo, en los Estados Unidos. Allí no existen limitaciones constitucionales al mercado, amplias y rigurosas como las nuestras. Somos la única zona del mundo donde el mercado se regula con normas vinculantes de naturaleza constitucional.
Aquí me gustaría abrir un breve paréntesis. La discusión de si existe o no una Constitución europea, si deba llegarse a ella o no, me parece totalmente superflua. Cualquier norma se califica como constitucional si es adoptada con una rigidez superior a la de cualquier otra norma reguladora de la misma materia. Si es así, y no puede ser de otra forma, las normas de los Tratados son todas “superconstitucionales” para Italia, Francia, España, Alemania y para cualquier otro país que se adhiera a los Tratados, puesto que el Tribunal de Justicia de la Comunidad y los Tribunales Constitucionales y los jueces internos han establecido que en caso de contradicción la norma comunitaria se aplica de forma directa en el ordenamiento de cualquier Estado miembro en sustitución de la norma nacional.
Las normas constitucionales internas se modifican generalmente con una mayoría de dos tercios de los Parlamentos o con procedimientos equivalentes. Los Tratados pueden modificarse sólo con el consentimiento expreso de cada uno de los 27 Estados miembros de la Unión, cada uno independiente del resto. Eliminamos pues el equívoco de que Europa tendrá una Constitución sólo cuando se haya aprobado un acto solemne que lleve dicho nombre. El impacto ideológico de un acto denominado “Constitución” indudablemente es notable. Pero puede ser también negativo. Podría generar el convencimiento de que el proceso de unificación se ha completado. Sin embargo, nos encontramos a no más de la mitad del camino. O estamos quizás en medio del vado, ¿en el punto más peligroso?
Volvamos atrás. Partamos del tema del Estado Social. Se nos ha explicado que existe incompatibilidad entre el régimen de mercado abierto, si se lleva a cabo en su forma extrema, necesaria para que se desplieguen por completo sus potencialidades y se desvelen sus frutos, y el principio del Estado Social. Incluso un número del «Economist» dedicado a Alemania lo ha demostrado. «Economist» es la biblia del capitalismo y de los principios de la libertad económica. La receta de «Economist» era simple: “El nivel medio de los ciudadanos alemanes debe rebajarse; la diferencia entre el nivel medio y el de los más ricos debe crecer”. ¿No conlleva esta propuesta el fin del Estado Social?
A menudo se cree que el Estado Social en Alemania fue una invención de Kohl y de su largo período de gobierno. El Estado Social en Alemania tiene una historia mucho más larga. Parte de Bismark. Es una historia de crecimiento gradual pero constante. Al final, la fórmula ha encontrado en Alemania su realización más completa. Tanto es así que la fórmula comúnmente usada para definir el tipo de sistema económico alemán es la de “economía social de mercado”.
Para entender mejor esto conviene comparar el desarrollo económico de los Estados Unidos y de Alemania entre 1945 y 1991. En los informes que el Presidente de Estados Unidos envía habitualmente al Congreso sobre el estado de la economía, Reagan no dejaba de recordar a sus conciudadanos como los Estados Unidos son Estados favorecidos por la Providencia. Han recibido todos los dones posibles e imaginables: vastísimos espacios, el petróleo, grandes ríos, bosques, la casi totalidad de las materias primas indispensables, la seguridad derivada de limitar sus dos lados con los océanos. Esta es la base de nuestra riqueza, afirmaba el Presidente Reagan. Lo dijo en documentos oficiales.
Observemos ahora Alemania. Es un país ciertamente amplio y rico. Pero sus bienes por variedad y valor no son comparables con los de Estados Unidos. Alemania no tiene petróleo. Su carbón y el acero han terminado acabándose. La población es aproximadamente la cuarta parte de la de EEUU. Durante siglos ha debido luchar con sus vecinos. En 1945, Alemania era el país vencido y los Estados Unidos el país victorioso, ya consagrado como el más rico y potente del mundo. Sin embargo en unos cincuenta y cinco años Alemania ha crecido mucho más que los Estados Unidos. Si la comparación se hiciese con Italia o con China sería fácil objetar que eran países poco avanzados y si se parte de niveles bajos es fácil obtener porcentajes de desarrollo superior. Tal objeción no es oponible en el caso de Alemania, que desde hace un siglo y medio forma parte del grupo de países económicamente más avanzados.
El dato fáctico por lo tanto es que Alemania en el período de 1945 a 1991 ha batido ampliamente a Estados Unidos en cuanto a desarrollo. Las medias de crecimiento anual del PIB han sido respectivamente del 4,05% (Italia y Francia, países con presencia igualmente fuerte de las instituciones del Estado Social, crecieron el 4,36% y el 3,86%, respectivamente), y del 3,45%. En ese período, los Estados Unidos se han caracterizado por la magnitud de sus gastos militares. Enorme en el período bélico, alcanzó también cotas muy altas en el período de la guerra fría. En los años de la carrera espacial disminuyó no por un cambio de política, sino porque el gasto se dirigió a inversiones más sofisticadas, la informática y sus aplicaciones, en lugar de a cañones y acorazados. El gasto militar en los últimos cincuenta años ha superado en más de una ocasión el 10%, ha llegado al 14% y prácticamente nunca ha bajado del 6 o 7%.
Pongamos en un lado de la balanza el gasto social de Alemania y en el otro los gastos militares de los Estados Unidos. Si, partiendo de una posición menos favorable, Alemania ha superado en su desarrollo a los Estados Unidos, es razonable poner en duda si en la economía de mercado, que existe tanto en Alemania como en Estados Unidos, el gasto social, sin negar los impulsos que el gasto militar puede dar a la innovación, contribuye más al desarrollo que el gasto militar. Al menos no puede negarse que puede constituir, sumándose con otras condiciones, un factor de desarrollo. En efecto, el gasto social presenta características que, siempre que no excedan (observación que vale para casi cualquier tipo de gasto) las posibilidades del sistema, tienen capacidad para influir positivamente sobre el desarrollo. Es un gasto de consumo, difundido de forma homogénea sobre el territorio, constante, regular, preferentemente interno. Sustenta de forma equilibrada la producción nacional. Promueve el bienestar y la paz social.
Una segunda observación puede extraerse del examen de las economías europeas pre y post Maastricht. Se constatan hechos que inducen a reflexionar. No me detengo particularmente en Italia para evitar que se me achaque subjetividad. Probemos a confrontar los datos de los 14 años previos a 1991 y de los 14 que van desde 1991 a 2005. Me detengo en 2005 porque eran los únicos Estados miembros en el momento en que se firmó mi “Eurosistema”. En el 2006 las cosas han cambiado. Pero se trata de cambios inducidos por la incidencia de las transformaciones en la economía mundial, de cuyos efectos Europa se aprovecha, pero que no parten de Europa. En comparación, los catorce años anteriores resultan, para los países que por dimensión y desarrollo habrían debido ser los principales protagonistas del nuevo curso de las cosas, constantemente mejores que los catorce años sucesivos. Hay algo, por lo tanto, que no funciona. Es necesario encontrar las causas. Se han cometido errores. En al menos un caso se trata de un error que si se aplicasen los métodos que se usaban antiguamente para corregir las cuentas en las escuelas habría merecido un fuerte subrayado en color rojo.
Si examinamos la bibliografía sobre los parámetros económicos, encontramos que existe unanimidad en considerar que el límite del 60% en la relación débito/PIB carece de cualquier fundamento racional. ¿Por qué el 60% y no el 56% o el 48%? Pero no estoy del todo de acuerdo con esta crítica. La razón del 60% es histórica. Cuando se decidió el 60% (1991) Francia tenía el 35% y Alemania el 40%. Las circunstancias de los dos grandes países los ponían a resguardo de cualquier peligro razonable.
Los Estados Unidos en su largo recorrido han alcanzado y también superado en más de una ocasión el 60%. Han llegado mucho más lejos, hasta el 114%, en el período bélico. Pero todo es distinto si la relación del 60% es impuesta como una norma jurídica inderogable, como en el caso del Tratado de la Unión Europea. La Reserva Federal americana inspira sus decisiones en el principio de la estabilidad. Pero al determinar los impuestos debe tener en cuenta también aspectos como la tasa de ocupación. En la zona euro es distinto. El Banco Central Europeo está vinculado al objetivo prioritario de la estabilidad. Puede valorar otros elementos limitadamente, sólo en caso de que la estabilidad no se vea perjudicada. La diferencia a efectos económicos es enorme. Cuando se juzgan las conductas de la Reserva Federal y del BCE como si se encontrasen en un mismo plano se comete un grave error. Las conductas son diversas porque los dos órganos se rigen y están vinculados por leyes y principios diversos.
En los Estados Unidos, como ya hemos recordado, en el período bélico se llegó a una relación deuda/PIB del 114%. Y también en los años de la guerra fría se elevó hasta el 70%. Normalmente, la relación se ha situado entre el 40 y el 45%. La flexibilidad del sistema ha permitido que llegase en breves períodos al 60% o poco más, pero que gradualmente retornase al 40%. En 1991 era, por tanto, razonable pensar que el 40% era el nivel fisiológico. Fijando el parámetro del 60% se permitía a los países un campo de expansión de 20 puntos, equivalente a la mitad de ese porcentaje fisiológico, que podía considerarse suficiente para afrontar y superar crisis temporales.
¿Qué ha sucedido, sin embargo? Francia, tras la entrada en vigor del Tratado de la UE, pasó en tres años del 35% al 55%. Alemania en el mismo espacio de tres años pasó del 40% al 55%. Los mismos saltos cercanos a los 20 puntos, con algunas variaciones, se manifestaron en otros países, como por ejemplo Bélgica o Italia. Habría debido sonar la señal de alarma. Si se habían apartaba tan rápidamente de ese nivel fisiológico, era un signo de que no se había analizado la evolución con la precisión y exactitud que hubiera sido necesaria. Tanto más si consideramos que no se habían producido conductas anómalas de los Estados. En los Estados pequeños pueden producirse variaciones relevantes por la aparición de un nuevo factor productivo o por el agotamiento de uno preexistente. Pero la economía de un gran Estado es siempre una estructura compleja. Es extraño que se pueda achacar la responsabilidad, particularmente a corto plazo, a la presencia o ausencia de un único factor concreto.
Pese a la presencia de variaciones imprevistas se permaneció inerte. Fue grave. Quizás no se habría podido hacer nada porque las normas estaban en el Tratado y habría sido necesario el consenso de todos los Estados miembros para modificarlo. El primer error efectivo es no haber establecido una supervisión atenta de los efectos, al menos en una primera fase, y no haber introducido un mecanismo flexible, aunque fuese de carácter temporal, para introducir en el momento justo cualquier ajuste que se revelase necesario.
Probablemente se temía que la constatación de errores pusiera en tela de juicio la confianza en el sistema. Quizás existía no tanto la esperanza como la convicción y la fe en los beneficios absolutos que el régimen del euro provocaría. Los veinte puntos de los primeros tres años se han reflejado en todos los años sucesivos. La restricción del margen de elasticidad ha obligado a los Estados a adoptar políticas restrictivas. Cada año de desarrollo coartado ha influido en el año siguiente, y así sucesivamente. Alemania, después de haberse estabilizado en torno al 57%, ha superado en cuatro años (2005, pero también en el 2006) el 67%. Francia, igualmente, en los últimos años ha pasado al 58%, al 60%, al 62%, al 64%, al 66% (66,67% en 2005, pero ha bajado al 64,2% en el 2006).
Estos datos demuestran que el parámetro deuda/PIB, que habría debido constituir un freno elástico, por el efecto concurrente de las condiciones históricas existentes y de las normas introducidas, se ha demostrado un límite rígido, que ha ralentizado el desarrollo. Es un límite cuyo peso no se advierte, porque los intereses sobre la deuda no tienen todos un mismo plazo de vencimiento, sino a medida que los títulos de deuda pública (mensuales, semestrales, anuales, plurianuales) van venciendo.
Hay otro aspecto sobre el que conviene reflexionar. Los recursos de los que la Comunidad dispone corresponden al 2% de los recursos totales. La cuota de la que dispone en Estados Unidos el Gobierno Federal alcanza el 50%. El Gobierno Federal tiene potestad no sólo sobre el porcentaje, que puede aumentar o disminuir (pero se comprende mejor el valor absoluto de las variaciones si se tiene en cuenta que cada 1% se refiere al PIB total estadounidense, que es superior al de cualquier otro país), sino también sobre los canales, de ingresos o de gastos, a través de los cuales los recursos fluyen y se distribuyen.
La elección de los canales de atracción y reparto de los recursos es fundamental. No es lo mismo que el agua de un río se desvíe para alimentar la producción agrícola o para producir energía eléctrica. Guido Carli, cuyo período casi de quince años como gobernador del Banco Central italiano corresponde a los años más gloriosos del desarrollo económico italiano, atribuía la máxima importancia a la circunstancia de que el Banco de Italia tuviese el control total de la liquidez y pudiese influir sobre las redistribuciones. A la capacidad del Gobierno de disponer del 50% de los recursos, de variar la entidad de los ingresos y de los gastos, además de los canales de absorción y reparto, le corresponde una capacidad equivalente de orientar, guiar, estimular o frenar el mercado, en otras palabras, de manipularlo.
El área comercial europea es la más rica del mundo. El PIB total iguala sustancialmente al de los Estados Unidos: puede superarlo o resultar inferior según la recíproca apreciación del euro o del dólar. Pero en el edificio comunitario no sólo no se he previsto, sino que se ha excluido, que pudiese existir una capacidad de incidir sobre el mercado de una forma comparable a la que tiene el Gobierno Federal de los Estados Unidos. También a este respecto se cometió un error de previsión. En los documentos preparatorios, y valga por todas la cita del estudio encargado por la Comisión conocido como “Un mercado, una moneda”, se preveía un volumen de recursos a disposición de los órganos de gobierno comunitarios en torno al 10%. No se había tenido en cuenta que el volumen de los recursos propios de la Comunidad debe ser decidido por unanimidad de los Estados miembros. La Primera ministra inglesa, la señora Thatcher, expresó de forma brutal el principio al que se atendría el Reino Unido: no concedería ningún euro más de los que, según sus previsiones, recibiría. Thatcher vinculaba esa posición al principio ideológico de tutelar la soberanía nacional. Para muchos de los Estados miembros su posición puede ser dictada por la necesidad. ¿Cómo puede imaginarse que un gran Estado, y conviene de nuevo referirse a Francia y Alemania, que encuentre dificultades para mantener la relación deuda/PIB dentro del 60%, se desprenda de una cuota de sus propios recursos comprimiendo su propia economía y acrecentando sus dificultades internas, para alimentar la capacidad de gasto de la Comunidad sin tener una certeza de los beneficios que podría conseguir con el incremento de los recursos comunitarios?
El discurso sobre la escasez de los recursos comunes no es irrelevante. En la zona euro los Estados miembros deben contar sólo con sus propias fuerzas, pero al mismo tiempo están privados del derecho de soberanía sobre la moneda (de la cual los Estados miembros que han sido eximidos de entrar en la zona euro o que todavía no han sido admitidos en la misma continúan haciendo uso) y, además, ven sus economías restringidas por la aplicación rigurosa del principio de la estabilidad y por los límites, igualmente rigurosos, derivados del respeto a los criterios de convergencia.
El gran mercado europeo, que comprende ya 500 millones de habitantes, quedó constituido plenamente el 1 de enero de 1993 con la entrada en vigor de las directivas de aplicación del Acta Única. El 1 de enero de 1992 los Estados que intentaban ser admitidos en la zona euro han debido adecuar sus economías al principio de estabilidad y a los objetivos señalados por los criterios de convergencia. Y aquí tenemos los resultados: el área sur y sudeste de Asia, China e India, y otros Estados que sufren la influencia de esas dos principales economías, marchan de forma estable desde hace casi veinte años a una media de desarrollo del 7% anual (con China e India respectivamente al 10% y al 8% aproximadamente). África, el continente más retrasado de todos, progresa a una media del 4%. Rusia alcanza el 7%, Brasil el 4%, Argentina ha pasado del 2% al 7%. Y nosotros los europeos, que de 1945 a 1991 éramos el vértice del desarrollo, superando a los Estados Unidos y superando por mucho a Japón, nos hemos conformado de 1992 a 2005 entre un 1,3 y un 1,5 (en algunos años y para algunos países sólo del 0,3 o del 0,5) e incluso aunque llegásemos al 1,8 o al 2,5 seguiríamos estando detrás y no podemos en ningún caso considerarnos protagonistas y guías del desarrollo mundial.
Detengámonos en estos datos. Alemania en 1991 con 69 millones de habitantes, cerca de la vigésima parte de la población mundial de la época, ostentaba una cuota equivalente a los 10% del comercio mundial, excluidas las materias primas. Sólo hoy, 15 años después, ha recuperado aquella cuota, con una población cercana a los 80 millones sobre una población mundial igualmente incrementada. Alemania goza de posiciones de fuerza en la mecánica pesada, en la química avanzada, en la informática. Está en fase de recuperación. Se ve favorecida por la fuerza impulsora de la economía china y de los países que a su vez se alimentan de las importaciones a China, además de la apertura de los mercados de Europea oriental, ruso y de los países de la ex Unión Soviética. Se beneficia del dólar depreciado respecto del euro porque compra (petróleo y materias primas) en dólares y vende (productos avanzados) en euros. Pero eso es todo. ¿Europa puede conformarse con el desarrollo impulsado por Alemania cuyos efectos se extienden a otros, o hay algo más que podría hacerse y no se hace?
Si volvemos sobre los pasos de los extraordinarios procesos de innovación que han caracterizado los decenios posteriores a la segunda guerra mundial, nos damos cuenta de que en la generalidad de los casos se ha llegado al resultado con la intervención conjunta del sistema empresarial y del Estado. No de un Estado cualquiera sin embargo, sólo de uno que tuviese una dimensión continental. Así sucedió con la bomba atómica y con las más potentes que la han seguido, con los misiles intercontinentales, con la informática o con las extraordinarias misiones espaciales. Los protagonistas de este excepcional proceso fueron los Estados Unidos y la Unión Soviética (después Rusia), a las cuales se han unido China y también la India. Estados de dimensión no continental como Alemania durante la segunda guerra mundial y después Inglaterra o Francia han intentado empresas análogas. Finalmente, en la carrera por el primer puesto se han tenido que rendir.
Los objetivos políticos, caracterizados por condiciones de necesidad, de los grandes países continentales han impulsado el desarrollo de sus respectivos sistemas empresariales, que hoy se han distanciado por dimensión y potencia de las empresas similares del resto de países. Las razones del diverso éxito podemos indicarlas. Hay proyectos innovadores que para llevarse a cabo requieren concertaciones masivas de capitales que sólo las exigencias absolutas de los Estados pueden justificar. Requieren integrar competencias y especialidades que sólo Estados potentes pueden estimular y poner en marcha. Ningún grupo monopolístico u oligopolístico podría perseguir idénticos objetivos en ausencia del impulso y de la financiación pública. La innovación, promovida por un objetivo de base, refluye en forma de cascada sobre la totalidad de los sectores implicados en su construcción y aplicación, tanto los de materiales, como los de la óptica, el farmacéutico, de propulsores, etc.
¿Por qué nos interesa esta argumentación? Porque en Europa están presentes todas las condiciones necesarias para estar a la vanguardia en este proceso. La Unión aglutina cerca de 500 millones de habitantes, superando de largo a los Estados Unidos y a Rusia. El mercado común europeo es el área comercial más rica del mundo. En la tecnología punta Francia y Alemania y en determinados sectores también Italia, Holanda, Suecia, Finlandia y otros Estados miembros no tienen nada que envidiar a los países de otros continentes. Sin embargo, aún dándose tales condiciones óptimas, Europa en la carrera de la innovación no figura en los primeros puestos. ¿Cuáles son los motivos? A mi juicio, el principal es la falta de una autoridad política única. Y, además, incluso si existiese la autoridad política unitaria, no dispondría de recursos propios adecuados (el porcentaje actual de la Unión es de sólo el 2%, contra el 50% del Gobierno Federal de los Estados Unidos). Los Estados miembros, incluso si quisieran lanzarla por sí mismos o mediante acuerdos negociados en pequeños grupos, ensimismados como están por los vínculos presupuestarios dependientes de la obligación de observar los criterios de convergencia, incluso uniéndose no conseguirían reunir el volumen de financiación necesario. La dificultad que se encuentran para llevar a cabo el proyecto de la Agencia Espacial Europea (ESA) podría servir de ejemplo. Se añade que el «Eurosistema», por el modo en que ha sido pensado, acrecienta las diferencias en las relaciones mutuas, especialmente entre los principales Estados miembros.
¿La renuncia de Europa a la misión que podría asumir y estaría en posición de cumplir es el resultado de una decisión meditada y consecuente o es el fruto de circunstancias casuales? Esta es la pregunta que debemos plantearnos.
El objetivo que el «Eurosistema» persigue no es el máximo crecimiento, sino el desarrollo sostenible. Pero sería un error pensar que el desarrollo sostenible constituye un obstáculo a una participación con un papel protagonista en los procesos de innovación. La sostenibilidad, como elemento calificador del desarrollo, incluso liberaría la innovación de la gran sombra que la oscurece. Es un dato fáctico que el excepcional progreso de los últimos cincuenta o sesenta años ha estado estrictamente ligado a los intereses militares. Las raíces se hunden en las exigencias bélicas. Es el espectro de la guerra y de la catástrofe el que turba el entusiasmo por las novedades. El vínculo de la sostenibilidad cortaría estos peligrosos vínculos. La innovación, comprendida aquella más avanzada, que transforma profundamente los modos de vida y las características del planeta, es necesaria. No puede evitarse. Se llegaría a ella igualmente. Debe dirigirse. Se libera de los lastres si se hace compatible con las exigencias de sostenibilidad
Qué hacer entonces? Tenemos muchos errores que corregir. Limitaciones demasiado estrictas y dañosas que eliminar. Oportunidades perdidas que recuperar. El tiempo apremia. Los obstáculos que se han consolidado, si no se remueven a tiempo, se convertirían en permanentes.
La labor de los estudiosos consiste en detectar los problemas. En indicar sus causas. En estudiar los medios para eliminarlos. Corresponde más tarde a los ciudadanos, a las organizaciones políticas, a los órganos de gobierno nacionales y comunitarios, decidir y actuar. Mi propósito era demostrar que las cuestiones de las que hoy se discute, si disponer o no de un acto denominado “constitución”, o qué artículos concretos salvar del naufragio del texto rechazado en referéndum en Francia y en Holanda, no son las más importantes. En su lugar resulta esencial darse cuenta del punto exacto en el que nos encontramos en el proceso de construcción de la “casa común” de los pueblos europeos. Si estamos aún dentro del proceso que nos lleva ocupando desde hace más de medio siglo, si estamos próximos al objetivo que inicialmente nos propusimos, o si al menos nos estamos acercando a él aunque sea a paso lento. Si, por el contrario, aquel objetivo, la efectiva unión de los pueblos europeos, que había alimentado sueños y esperanzas, está hoy tan desenfocado y lejano que podría considerarse abandonado. Muros imponentes bloquean hoy el camino.
Indicaremos aquí uno sólo: la diversificación de los intereses. No estamos ya unidos por un objetivo común. En realidad, Europa como se ha venido consolidando en los dieciséis años transcurridos, no es una sola Europa, son dos Europas. Una es la Europa de los 27 Estados y del mercado común. Comprende cerca de 500 millones de habitantes. La segunda es el «Eurosistema». Incluye sólo a 13 de los 27 Estados miembros. Su población es de unos 300 millones de habitantes. No formar parte del «Eurosistema» significa sustraerse a la obligación absoluta de la estabilidad, no estar vinculado por los criterios de convergencia, disfrutar al mismo tiempo de todas las ventajas del mercado común, con la ulterior posibilidad de asegurar a las instituciones financieras propias, a las empresas propias, a los ciudadanos propios posiciones de ventaja en relación a los que pertenecen a la zona euro por efecto de la soberanía sobre la propia moneda y del régimen de mayor flexibilidad que han conservado.
El «Eurosistema» fue concebido como un paso más hacia la integración. La moneda única habría debido homogeneizar las economías de los Estados miembros. De la moneda única y de la homogeneidad habría surgido el gobierno común. Todo esto no se ha hecho realidad. Y si continúan las actuales condiciones, no podrá serlo. En el «Eurosistema» las divergencias se han acrecentado. Y la mayor divergencia es la que existe entre los países de la zona euro y aquellos que están fuera de ella. Sería necesario incidir sobre los mecanismos que producen las divergencias, llegando hasta las causas de las mismas y eliminándolas. Sin embargo, y he aquí la paradoja, para hacerlo sería necesaria la adhesión unánime de todos, tanto de los países de la eurozona como de aquellos que están fuera de la zona euro y que no tienen intención alguna de participar en ella. Incluso si se quisiera poner en marcha una integración más estrecha únicamente en la eurozona, creando un gobierno común, haciendo caer automáticamente el vínculo de los criterios de convergencia y atenuando la rigidez sobre la que subyace actualmente el BCE, creando condiciones análogas a las experimentadas con éxito durante más de dos siglos en los Estados Unidos de América, incluso en este caso, por tener que recurrir a una modificación del Tratado, sería necesario el consenso máximo de todos y cada uno de los veintisiete Estados miembros. Que no tendrían interés alguno en prestarlo.
Es necesario encontrar una salida a estas contradicciones. Mañana podría ser demasiado tarde. Hay momentos en la historia en los que se requiere a los académicos no quedarse encapsulados en los esquemas doctrinales, fruto de la elaboración de las normas existentes. Es nuestro deber remontarnos a las causas. Indicar qué nos espera. Saber discernir en las opiniones comunes aquellas que contrastan con la realidad de los hechos. Averiguar si entre las opiniones y los ideales declarados, no se ha abierto quizás una grieta. Si fuese así, las academias no podrías permaneces inertes, tendrían la obligación de lanzar un mensaje, un mensaje en voz alta, que indique el camino a seguir. Es una misión que la escuela histórica alemana, Savigny en el Derecho, List en la Economía, eliminando los obstáculos que se alzaban frente a la fusión en un único Estado de los numerosos principados y grandes ducados precedentes, supieron cumplir en los albores del siglo XIX, creando las bases de la grandiosa expansión de Alemania. La misma misión podemos cumplir nosotros haciendo caer las barreras que obstaculizan la efectiva unificación de nuestra gran área común.
Resumen: El autor analiza los problemas existentes en la organización del «Eurosistema», que impiden a la Unión Europea estar a la vanguardia mundial tanto en los niveles económico como de innovación y desarrollo tecnológico. Sitúa el problema central en la excesiva rigidez de los criterios de convergencia, que no pueden adaptarse a las cambiantes circunstancias económicas mundiales por estar regulados mediante normas vinculantes de naturaleza constitucional. El problema no es la supuesta incompatibilidad del Estado social con el sistema de libre mercado. El autor, comparando la economía alemana con la estadounidense, demuestra que el gasto social contribuye más al desarrollo que el gasto militar.
La ralentización del crecimiento de la Unión Europea tras la implantación del «Eurosistema» se debe, según Guarino, a varios problemas que se suman a la falta de flexibilidad del sistema comunitario. En primer lugar, a la preponderancia de la estabilidad sobre el crecimiento en la política económica y monetaria del BCE. En segundo, a la escasez de los fondos destinados a la inversión pública con que cuenta la Unión Europea frente a los Estados Unidos y a otros Estados que están a la cabeza del proceso de innovación y tienen fuertes crecimientos (China o India). Y por último, a la división existente en la UE, en la que un gran número de Estados miembros no están ni quieren estar dentro del «Eurosistema».
Siendo el «Eurosistema» un paso más hacia el objetivo principal de la UE que es la integración entre los pueblos de Europa, dicho objetivo se encuentra en peligro. El autor hace una llamada a que desde la Academia se luche por un nuevo consenso de todos los Estados miembros, para lograr que la UE logre sus objetivos y reencuentre su papel histórico de referente mundial.Palabras clave: «Eurosistema», criterios de convergencia, crecimiento, objetivos de la UE.
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